domingo, 17 de noviembre de 2013

Cuadro de Estrellas




CUADRO DE ESTRELLAS




Una noche de primavera me asomé al balcón de mi casa y de repente, vi que las campanillas del balcón todavía estaban abiertas, cuando deberían estar dormidas como las demás flores. Pero no lo estaban, estaban despiertas, como yo, a una hora tardía; exactamente a las cuatro de la madrugada.


- “¡Qué raro!”- pensé- “¿No deberían estar cerradas o están absorbiendo la luz de la luna?”


La luna era blanca, redonda y grande. Era noche de luna llena, una noche luminosa, llena de estrellas. No podía dar crédito a lo que veía.


Todo era precioso; el cielo, negro como el azabache, estaba pintado con puntos de diferentes colores: blanco, amarillo, azul, rojo…


Parecía un cuadro famoso del Louvre o uno del Prado, quien sabe, pero la luna llena caía sobre las campanillas azules y malvas, tal vez por eso no se abrían.




Yo solo había ido a tomarme un vaso de leche, cuando, al salir de mi habitación, vi una tenue y blanca luz que se proyectaba en toda la habitación de estudio.


Se proyectaba sobre mis souvenirs, sobre mis trabajos de plástica, sobre mis borradores de dibujos y relatos…, sobre toda la habitación.


Entonces, movida por la curiosidad, entré y vi que también se proyectaba sobre las flores de mi balcón, volviendo blanca su silueta negra. Vi como la luna posaba sus rayos cálidos sobre las campanillas.

No podía dar crédito a lo que veía. Simplemente, no me creía lo que mis propios ojos me enseñaban. Ni me lo quería creer. ¿Estaba despierta? ¿O quizá estaba soñando con los ojos abiertos?



Me froté los ojos dos o tres veces para poder creerlo. Y en lugar de volver todo negro como el carbón, todo tenía reflejos de luz blanca y se veía qué podía ser.


Me fijé en la persiana y estaba abierta. Hacía viento y por eso, tenía tanto frío, incluso vestida en la bata de casa. La cerré y toda la habitación se volvió oscura, siniestra, negra como la noche que conocemos.


Pero no había cerrado el cristal y decidí subir otra vez la persiana y acercarme al balcón para ver dónde se proyectaban realmente los rayos y exactamente eran las campanillas que tanto amaba mi familia. Al ver los rayos blancos cayendo como una lluvia fina sobre ellas, pensé que estaban abiertas. Pero estaban cerradas, tan dormidas como las demás flores. Dormidas, como toda la ciudad, excepto yo, quien las observaba detenidamente. 



Miré hacia el cielo con mis ojos azul-grisáceos y vi la luna, blanca y redonda; cálida y enorme, quien estaba sobre mi balcón vertiendo sus rayos cálidos y tenues, llenos de luz. 


A su alrededor, como pintadas con un pincel, estaban las estrellas, todas de distintos colores como de tamaños. No había ni una sola igual, pero todas eran preciosas, adornando e iluminando el cielo hasta entonces, oscuro como el carbón.


Por desgracia, no pude contemplarlas durante más tiempo, puesto que me estaba entrando el sueño. Lentamente, me fui a mi habitación y me dormí nada más al tumbarme.




Años después, conseguí recordar esa experiencia y la transcribí en un papel, donde se me ocurrieron historias increíbles de vivir, quien sabe.


Pero sobre todo, la experiencia del cuadro de estrellas, de la pintura en el cielo fue la más famosa, la más fantástica y real que la haya podido vivir, con tan solo siete años de edad, edad en la que soñaba con los ojos abiertos, edad que empecé a madurar.